Lo siento, no hay encuestas disponibles en este momento.

Cuatro crisis internacionales amenazan el equilibrio geopolítico

Evitar el apocalipsis apenas anunciado en Hiroshima fue la base de las relaciones internacionales durante la guerra fría. Sin embargo, hoy en día, en un mundo que ya no es bipolar y en el que las trincheras también son comerciales y tecnológicas, asistimos con inquietud a la difuminación de varias líneas rojas. Europa se queda sin fusibles, con la obsolescencia de tratados de limitación de misiles. Rivales nucleares como India y Pakistán vuelven a jugar con fuego en Cachemira, reventando décadas de statu quo. Mientras, el pulso entre EE.UU. e Irán en el estrecho de Ormuz reúne todos los ingredientes –nuclear, balístico, energético– y amenaza con incendiar todo Oriente Medio. Por último, la crisis de Hong Kong se observa desde Taiwán y pone a prueba la paciencia del gigante chino.

Misiles sin control

“El regreso del fin del mundo

La Administración del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha hecho pedazos, con la inestimable colaboración de Vladímir Putin, aquella foto del año 1987 en la que sus antecesores, Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov, entonces máximo líder de la Unión Soviética, firmaban el tratado de eliminación de misiles de corto y medio alcance (INF).

El pasado día 2 todo eso se convirtió en papel mojado, una vez que EE.UU. formalizó su retirada. Washington, que se prepara para hacer ensayos con misiles de última generación, acusa a Moscú de haber violado el pacto con el despliegue de un nuevo tipo de proyectiles. Desde el Kremlin afirman todo lo contrario.

“Desde que se produjo la crisis de los misiles de Cuba en 1962, el riesgo de confrontación entre EE.UU. y Rusia implicando el uso de armas nucleares nunca ha sido tan alto como lo es ahora”.

Así lo señalan Ernie Moniz y San Nunn, copresidentes de Nuclear Threat Initiative, organización sin ánimo de lucro, en el avance de un artículo que se publicará en la revista Foreign Affairs bajo el ilustrativo título de “El regreso del fin del mundo”.

Según su tesis, las dos potencias “están ahora en un estado de inestabilidad estratégica; un accidente o un mal entendido puede dar pie a un cataclismo”, insisten. “A diferencia de la época de la guerra fría, los dos lados parecen deliberadamente ciegos al peligro”, alertan en su ensayo.

Y prosiguen en este aviso: “Incluso después de reducir sus arsenales, Estados Unidos y Rusia todavía poseen al menos el 90% de las armas nucleares, unas 8.000 cabezas, suficiente para destruirse el uno al otro y al mundo entero varias veces”.

Esto apunta al preludio de una nueva carrera armamentista. En especial porque queda sólo uno de los grandes tratados para controlar el despliegue, el Start III sobre reducción del armamento estratégico, que también se encuentra con respiración asistida. Expira en el 2021 y se le da poca vida.

El panorama geoestratégico se ha transformado desde aquella foto. Trump aseguró que a Rusia “le gustaría hacer algo con el tratado y a mi también”. Pero dio la impresión de buscar algo más amplio, con la implicación de China. Pekín ha dicho que no negociará un límite a su arsenal y ha advertido contra la veleidad estadounidense de colocar armas de medio alcance en el sudeste asiático. “La defunción del tratado forma parte de una tendencia de largo recorrido”, sostiene Frank Rose, experto de la Brookings Institution. “Ese marco –matizó– no ha sido capaz de adaptarse a la nueva situación de seguridad en Eurasia, en especial al crecimiento del papel de China y a la emergencia de nuevas tecnologías.”

Ormuz

Asedio naval en el pasillo del petróleo

Varios actos de piratería en los estrechos de Ormuz y Gibraltar han vuelto a encender el litigio –más que petrolero– que enfrenta a Irán con Washington y Londres desde hace cuarenta años. Aunque tras las bambalinas haya otros actores, es difícil arrebatarle la escena a Donald Trump, quien dio el disparo de salida hace un año con su espantada del acuerdo nuclear con Teherán.

Las sanciones pronto se convirtieron en una indisimulada guerra económica, para disgusto de la UE. Para terminar de asfixiar a los iraníes e incitarlos a rebelarse, EE.UU. reforzó hace poco la presencia de su armada en la zona, coincidiendo con incidentes oscuros y apresamientos.

A día de hoy aún no está clara la autoría de varios actos de sabotaje a petroleros en el estrecho de Ormuz, por donde circula una quinta parte de las exportaciones de crudo. Hay quien ve agentes provocadores y hay quien ve finura política persa, envolviendo un puño de hierro: si a Irán no se le permite exportar petróleo, nadie lo hará.

En cualquier caso, los Guardianes de la Revolución derribaron un dron espía estadounidense, mientras evitaban aeronaves tripuladas. Trump, poco dado a los pasos de ballet, luego se jactó de haber parado en el último momento una respuesta fulminante “para no provocar víctimas”.

El caso es que el presidente estadounidense se ha dejado rodear por ideólogos del derrocamiento de la República Islámica, pese a la catástrofe del cambio de régimen en Irak y Libia (y de su conato en Siria). Hasta ahora, su intento de enrolar a más países en el patrullaje del golfo Pérsico sólo ha sido secundado por Londres.

Pero el riesgo de escalada está ahí, esperando otra chispa. Aunque los mercados parecen considerarlo un farol, puesto que el crudo sigue en 60 dólares por barril. En cualquier caso, el guía supremo iraní, Ali Jamenei, remiso en su día al pacto nuclear, ahora se siente reivindicado y no quiere saber nada de ninguna negociación. Porque en Teherán todos entienden que el objetivo real de Washington, en nombre de Riad y Tel-Aviv, son sus misiles de medio y largo alcance, su única disuasión.

Irán, en verdad, arma a milicias chiíes en Siria, Líbano y Yemen, además de apoyar a Hamas. Su baza es que, en caso de ser bombardeado, la conflagración no podrá circunscribirse a su territorio. Y los rascacielos del enemigo son de cristal y están frente a sus costas.

Hong Kong

La larga sombra de Tiananmen

Pekín admitió esta semana que Hong Kong vive su mayor crisis política desde la instauración del marco legal de un país, dos sistemas en 1997, cuando la excolonia británica volvió a estar bajo soberanía china. La ciudad encara su décima semana de protestas sin que nada haga presagiar una solución negociada a un conflicto mucho más profundo que la fallida ley de extradición.

El proyecto de la líder del ejecutivo, Carrie Lam, que permitía juzgar a presuntos criminales hongkoneses en los tribunales de la China continental, controlados por el Partido Comunista, encendió la chispa de las movilizaciones. Pero, tras su paralización, las protestas han evolucionado hacia una revuelta masiva contra lo que se considera como un esfuerzo constante de Pekín por acabar con las libertades de las que goza la ciudad, inimaginables para el resto de los chinos.

De haber sucedido en cualquier otro rincón del país, Xi Jinping no hubiera vacilado en barrer la insumisión con mano dura. Pero Hong Kong no es Xinjiang. Ni siquiera Tiananmen. Pekín debe de lidiar con el mayor desafío popular en treinta años en uno de los templos mundiales de las finanzas en plena guerra comercial con EE.UU. Competidores como Singapur podrían verse beneficiados si la ciudad parece insegura para los negocios.

El lunes, la ciudad se paralizó por la primera huelga general en 50 años. Miles de funcionarios la secundaron. Las marchas pacíficas, siete en total, acabaron degenerando en enfrentamientos entre una minoría y la policía, que sólo ese día realizó 800 cargas con gases lacrimógenos. Entre junio y julio se lanzaron unas mil en total. No es el único signo de que Pekín no tiene intención de ceder. Las detenciones van en aumento, y decenas de manifestantes han sido acusados del delito de revuelta, penado con hasta diez años de prisión.

Sin otra propuesta que la amenaza nada velada de una posible intervención del ejército para sofocar la revuelta, Pekín confía en que la vuelta a la universidad de los estudiantes en septiembre y el propio cansancio acaben con las protestas. Pero si esa previsión falla, el calendario podría precipitar un final violento. El próximo 1 de octubre se celebra el 70 aniversario de la fundación de la República Popular China. Si los manifestantes empañan la celebración ante los ojos del mundo, podría ser la gota que colme el vaso de la paciencia de Xi, cuyo liderazgo corre el riesgo de verse en entredicho si no actúa ante tal humillación.

Cachemira

Colisión asegurada con la realidad

Ni la paridad nuclear pakistaní ni los argumentos jurídicos de la ONU han hecho mella en la obcecación de Narendra Modi. La disputada Cachemira, en su parte india, acaba de ser anexionada. Ya en febrero, el primer ministro indio cruzó una línea roja al bombardear territorio pakistaní tras un brutal atentado en Cachemira. No mató a ningún terrorista (y menos aún a trescientos, como arengaban sus televisiones, aunque tal vez derribara un F-16). Pero exterminó a la oposición en las urnas, semanas después.

Ahora ha ido aún más lejos. Desde el martes, el estado de Jammu y Cachemira ha dejado de existir. Por lo menos en la imaginación de los legisladores indios, que lo han degradado a territorio de la Unión, bajo tutela de Nueva Delhi.

El choque con la realidad promete ser brutal, antes incluso de que empiece la contestación legal. Empieza a serlo ya, con miles de manifestantes burlando el toque de queda. Aunque, para amortiguarlo, se haya blindado el valle con decenas de miles de antidisturbios, que se añaden a medio millón de soldados. Para no abrumar al mundo con cachemires felices por su anexión, Nueva Delhi ha impuesto además un apagón total de teléfonos e internet.

Ignorar el referéndum exigido por la ONU ha provocado dos guerras y –en los últimos treinta años– setenta mil muertos. En dos de los países con más pobres del mundo, el abultado gasto militar ha agravado el atraso y minado sus democracias.

Cachemira no es el único dolor de cabeza de India, pero sí que era su único estado de mayoría musulmana. Asimismo, mientras en otros territorios rebeldes el federalismo indio ha terminado legitimándose y ganándose el consentimiento, en el valle de Cachemira nunca ha sido así. Hay distritos donde no vota ni el 3% del censo.

Así que Modi ha optado por la fuerza, a riesgo de reabrir el “millón de motines” de que hablaba V.S. Naipaul, en una sociedad imposible de encuadrar en una sola identidad y que debe su supervivencia como país al carácter maleable de su federalismo.

El plan para convertir India en un Pakistán hindú, gracias a la mayoría absoluta del BJP –37% de los votos– va viento en popa. Gandhi ha sido regalado al adversario y tertulianos afines hablan ya de usar armas nucleares tácticas contra Pakistán como si de granadas se tratara.

(Fuente: La Vanguardia)