Pepe Mujica: sembrarse en el pueblo

Hay personas que no mueren, se siembran. Pepe Mujica fue, y seguirá siendo, una de ellas. Ayer partió físicamente, pero su presencia seguirá floreciendo en cada gesto sencillo, en cada acto de rebeldía digna, en cada corazón que todavía cree que la política puede tener alma.
Pepe fue una rareza necesaria. Vivió como pensaba, y pensó siempre en los demás. Desde su juventud en la lucha armada hasta sus últimos años enfrentando el cáncer, no negoció sus principios. No lo doblegó la cárcel, no lo distrajo el poder. Presidente austero, campesino terco, filósofo de la tierra, supo mirar a los ojos al pueblo sin intermediarios ni disfraces.
Podría haberse rodeado de lujos, pero eligió su chacra. Podría haberse llenado los bolsillos, pero donó casi todo su salario. Podría haberse callado, pero habló claro: del amor, de la muerte, de la juventud, de los errores, del futuro.
Fue ejemplo sin proponérselo. Maestro sin título. Presidente sin corbata. Convirtió su paso por la política en un acto de entrega profunda. Legalizó derechos que otros ni se animaban a nombrar, pero su mayor legado no está en las leyes, sino en el espíritu que dejó en cada palabra y en cada silencio.
Hoy, cuando el mundo parece empujarnos a la velocidad, al consumo y al olvido, Mujica nos deja la ternura como trinchera. Nos recuerda que la verdadera revolución comienza por dentro, y que no hay causa más justa que la del pueblo.
Pepe no se fue. Se quedó en los ojos brillosos de quienes lo lloran y lo celebran. En los jóvenes que descubren que se puede vivir con menos y soñar con más. En los que siguen luchando, sembrando, creyendo.
Gracias por todo, viejo sabio del sur. Que la tierra te abrace como vos la abrazaste a ella.