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Villarruel cerró el jardín maternal del Senado convirtiendo a los chicos en blanco del recorte

La vicepresidenta dispuso la clausura definitiva del jardín de infantes del Senado, un espacio creado durante la gestión de Amado Boudou para promover la igualdad de oportunidades y facilitar la vida laboral de madres y padres. La decisión no es inocente: es un gesto ideológico que exhibe desprecio por lo público.

En un movimiento que escandaliza por su crueldad simbólica y su frialdad institucional, Victoria Villarruel mandó a cerrar el jardín maternal del Senado, un espacio conquistado en 2011 que garantizaba un derecho elemental para las familias que trabajan en el Congreso. Con el disfraz del “ahorro”, el gobierno de Javier Milei vuelve a mostrar que su verdadera guerra no es contra la casta, sino contra los derechos.

Hay decisiones que, por más técnicas que se pretendan, revelan con brutal claridad el trasfondo ideológico de quien las toma. La vicepresidenta Victoria Villarruel ordenó esta semana el cierre definitivo del jardín de infantes del Senado, un espacio que funcionaba desde 2011 y que había sido inaugurado durante la gestión de Amado Boudou. Bajo el argumento de una supuesta falta de demanda y enmarcado dentro de un supuesto “plan de austeridad”, el jardín baja sus persianas sin importar a quiénes afecta, qué representaba ni qué derecho encarnaba.

Porque no se trata simplemente de una sala cuna, ni de una cuestión administrativa. El jardín maternal del Senado fue, desde su creación, una herramienta concreta para garantizar la igualdad de género, promover la conciliación entre la vida familiar y laboral y ofrecer un respaldo institucional a las familias de trabajadores legislativos. Su clausura, lejos de ser un hecho aislado o circunstancial, encaja perfectamente en la lógica destructiva del gobierno de Javier Milei: ajustar sobre lo común, desmantelar derechos y arrasar con conquistas que no encajan en el relato ultraliberal.

El argumento esgrimido desde el entorno de Villarruel suena familiar y cansino: falta de niños inscriptos. Una razón funcional que oculta lo esencial. El jardín, que hasta el año pasado contaba con una matrícula significativa, fue vaciado deliberadamente por la actual gestión. Primero, mediante una suspensión arbitraria del servicio “por reformas edilicias”, luego, con la negativa sistemática a reabrirlo a pesar de las reiteradas solicitudes del personal legislativo. Es decir, se dejó morir un derecho para después justificar su entierro con estadísticas manipuladas.

La vicepresidenta, en su afán por mostrarse como la defensora de la austeridad y la eficiencia estatal, no duda en arrasar con servicios públicos que representan avances sociales. No es la primera vez. Ya desde diciembre, Villarruel se desmarcó del supuesto “ala libertaria” con una agenda que combina conservadurismo extremo, revisionismo histórico y una vocación sistemática por destruir lo construido. Su guerra no es contra los privilegios reales del poder –que por cierto siguen intactos en muchos despachos del Congreso–, sino contra todo lo que huela a política de cuidado, de inclusión o de ampliación de derechos.

El jardín había sido inaugurado en 2011, tras años de lucha por parte de los gremios y organizaciones feministas dentro del Congreso. Era una respuesta institucional a una realidad social concreta: muchas trabajadoras y trabajadores legislativos no tenían con quién dejar a sus hijos e hijas durante su jornada laboral. El espacio no sólo ofrecía contención, alimentación y educación, sino también un símbolo de progreso: el reconocimiento estatal de que criar también es trabajar, y que el Estado tiene un rol en facilitar ese cuidado.

La decisión de Villarruel se suma a una larga lista de ataques al Estado como garante de derechos. El gobierno de Javier Milei ha convertido la motosierra en un credo, y bajo ese dogma cae todo lo que huela a Estado presente. Cierra programas de salud, paraliza obras públicas, desfinancia universidades y ajusta jubilaciones. Ahora también avanza contra los jardines maternales. A la casta, ni un rasguño.

El cierre del jardín no fue consultado ni debatido con los gremios. No hubo diálogo con los trabajadores afectados ni con las familias que, aunque ya no podían usar el espacio, exigían su reapertura. La medida fue impuesta de forma unilateral, como tantas otras en esta administración donde el autoritarismo ya no se disimula, sino que se reivindica.

Villarruel, además, elige este tipo de gestos para marcar perfil propio dentro del gobierno. En un contexto donde la vicepresidenta intenta diferenciarse del circo que rodea a Milei, apuesta a la solemnidad institucional, pero siempre al servicio del ajuste y la exclusión. Un jardín maternal no es negocio. No produce dividendos. No puede venderse en el mercado. Entonces, en la lógica libertaria, debe desaparecer.

Pero el valor de lo público no se mide en balances contables. Se mide en vidas transformadas, en derechos garantizados, en barreras que se derriban. El jardín maternal del Senado representaba todo eso. Era un pequeño bastión de justicia social en un edificio muchas veces ajeno a las necesidades populares. Su cierre es un mensaje claro: para este gobierno, los derechos no son conquistas, son gastos.

Y si hay algo que molesta profundamente a la nueva derecha es aquello que simboliza inclusión, cuidado, comunidad. Porque desmantelar un jardín de infantes en el corazón del poder legislativo no es una casualidad: es un acto político. Es el intento de borrar, ladrillo por ladrillo, toda huella de un Estado que alguna vez pensó en las mayorías.

La clausura definitiva del jardín no responde a una necesidad, sino a una voluntad. A la voluntad de hacer retroceder al país a una etapa pre-estatal, donde los derechos dependan del bolsillo de cada quien, y donde las mujeres –porque principalmente son ellas– deban elegir entre trabajar o criar. Esa es la verdadera cara de este ajuste. No es técnico. No es inevitable. Es ideológico, planificado, brutal.

Frente a esto, la pregunta no puede ser por qué se cerró el jardín. La pregunta es por qué permitimos que nos arrebaten derechos conquistados con tanto esfuerzo. Porque cada servicio que se apaga, cada institución que se desmantela, cada derecho que se pierde, nos acerca a una Argentina más desigual, más injusta, más hostil. Y eso, aunque lo disfracen de “eficiencia”, no es progreso. Es barbarie.