¿Todos somos Vicentín? Confirman el paso de buques con Cocaína por el puerto dos o tres veces por mes

Un arrepentido confesó que el contrabando de droga en el puerto santafesino ocurre “dos o tres veces por mes”, en un escándalo que expone la complicidad estructural y la inacción del Estado argentino bajo el gobierno de Javier Milei.
El hallazgo de 470 kilos de cocaína en el buque MV Ceci no es un hecho aislado, sino la punta del iceberg de un circuito narco consolidado en la Hidrovía. Mientras el Presidente se obsesiona con recortar el gasto público y arrodillarse ante el capital financiero, las mafias florecen con logística y seguridad que parecen garantizadas desde el propio aparato institucional.
“Relax”, le dijeron al cocinero filipino del buque MV Ceci. La palabra, repetida hasta la saturación, no era un consejo de bienestar sino una garantía mafiosa: el tráfico de cocaína por el puerto de Vicentin en San Lorenzo no es un hecho extraordinario, sino parte del protocolo. Dos o tres veces por mes, como si se tratara de una entrega de rutina. Así lo declaró bajo juramento Jonathan Caputero, un humilde trabajador filipino que terminó convertido en engranaje accidental de un mecanismo aceitado, eficiente y, hasta ahora, impune.
La revelación sacude los cimientos de un país sumido en el cinismo de un gobierno que presume de «orden», pero permite que el narcotráfico opere con frecuencia quirúrgica en uno de los principales puntos logísticos de exportación del país. Javier Milei, obsesionado por desmontar el Estado, parece olvidar –o decide omitir– que hay una estructura criminal que se fortalece cuando el Estado abdica. Hoy, el puerto de Vicentin se presenta como un símbolo perfecto de esta retirada: mientras el gobierno ajusta a jubilados y despide científicos, el contrabando de cocaína navega el Paraná con bandera de rutina.
El caso, investigado por los fiscales Claudio Kishimoto y Matías Álvarez, desnudó una trama que va mucho más allá del hallazgo de 470 kilos de cocaína escondidos debajo de bultos de carne en un refrigerador del barco. La confesión de Caputero, convertido en imputado colaborador, ofrece una ventana inquietante al funcionamiento cotidiano de una red narco transnacional que opera con una naturalidad aterradora. “Esto lo hacemos dos o tres veces por mes”, le aseguraron los contactos que lo vincularon a la operación. No se trata de una anécdota, sino de una metodología.
La droga, según el testimonio del arrepentido, fue cargada en Montevideo por una organización con base también en San Lorenzo. El dato enciende una doble alarma: primero, porque revela la conexión directa entre puertos estratégicos del Mercosur; y segundo, porque sugiere una sofisticación logística que contradice la idea de un operativo improvisado. El embarque, de más de media tonelada, iba a ser completado en suelo argentino con una segunda carga, que finalmente no se concretó por decisión del cocinero, ya atemorizado por la magnitud del contrabando.
¿Quiénes son los verdaderos responsables de que estas operaciones se repitan con tal frecuencia? ¿Cómo es posible que un barco navegue con cocaína pura sin ser detectado, en un recorrido que involucra varios puertos y controles aduaneros? ¿Qué hace el Estado frente a esto? La respuesta, por omisión, es inquietante: nada. En tiempos donde el gobierno nacional se vanagloria de perseguir a supuestos “planeros”, alienta el trabajo informal y desfinancia organismos de control, el narcotráfico se vuelve protagonista de una economía que funciona sin trabas, sin controles y sin castigos.
El descubrimiento del cargamento no fue producto de una investigación de inteligencia ni de un operativo certero, sino de una casualidad: el capitán del buque, al revisar el refrigerador de carne, notó una sustancia extraña. Alertó al práctico argentino, quien dio aviso a la Unidad de Información Financiera de Rosario. Allí comenzó una cadena que derivó en la incautación de los 15 bultos de cocaína de alta pureza. Si no hubiese sido por esa sospecha fortuita, el barco habría seguido su curso sin problema, con sus 470 kilos perfectamente camuflados.
La investigación avanza con muchas sombras y pocas certezas. El teléfono de Caputero, secuestrado por los fiscales, muestra mensajes con los contactos narcos, pero también evidencias borradas que luego fueron recuperadas: fotos de los paquetes de droga, posiblemente tomadas como prueba de cumplimiento de su tarea. Aunque algunos detalles generan dudas, como el origen de la carga en Montevideo, los indicios apuntan con claridad hacia una organización que tiene raíces profundas en el puerto de San Lorenzo. No es la primera vez, y todo indica que tampoco será la última.
La prueba de salinidad realizada sobre las bolsas de droga demostró que estuvieron en contacto con agua de mar, una pista que sostiene la teoría del embarque en Montevideo. Pero los fiscales desconfían. ¿Por qué cargar droga tan temprano en el recorrido, para luego remontar el río hasta San Lorenzo, en vez de hacerlo en el último tramo? La hipótesis más probable es que todo el trayecto formaba parte de una estrategia de distribución y ocultamiento cuidadosamente planificada. Es decir: lo de Montevideo podría haber sido una pantalla o una etapa más del engranaje.
En paralelo, la Justicia debe definir la situación de los otros veinte tripulantes filipinos, que permanecen retenidos en Argentina sin poder recuperar sus pasaportes. Mientras tanto, el buque con bandera de las Islas Marshall espera autorización para moverse dentro del mismo puerto, como si nada hubiese pasado. La imagen es tan elocuente como perturbadora: un barco cargado de cocaína, amarrado en el puerto de una de las cerealeras más influyentes del país, esperando completar su carga de pellets de girasol mientras los engranajes del Estado apenas crujen.
El silencio oficial frente a este escándalo es, en sí mismo, una declaración política. Ni una palabra del Ministerio de Seguridad. Ni un gesto del presidente Milei, que prefiere gastar saliva en defender a banqueros, privatizar la educación pública y atacar a la ciencia antes que enfrentar la evidencia brutal de una Argentina convertida en eslabón narco. En su cruzada por destruir “la casta”, el libertario ha dejado el territorio liberado para que las verdaderas mafias tomen el control. Y lo están haciendo, con eficiencia quirúrgica y absoluta impunidad.
Lo que ocurre en el puerto de Vicentin no es un accidente ni una excepción: es una radiografía precisa de un país donde el Estado abdica de sus funciones esenciales. Donde la Hidrovía se ha convertido en una autopista narco bajo la custodia de la inacción. Donde las prioridades del gobierno están más cerca del show televisivo y la especulación financiera que de garantizar soberanía, seguridad y justicia.
La cocaína viaja tranquila por el Paraná, mientras Milei grita “libertad” desde su despacho blindado. Pero esa libertad, hoy, solo la disfrutan los que trafican desde los puertos.