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¡Sin vueltas! Padre Paco Olveira: «Milei es un mentiroso descarado»

Mientras regala beneficios fiscales a los más ricos, el gobierno de Javier Milei reprime a jubilados que solo piden sobrevivir. El padre Paco Olveira lo denuncia sin eufemismos: “Este gobierno cruel nos quiere invisibles y callados”.

En un país que naturaliza la indigencia de sus adultos mayores y la represión como herramienta de control social, la palabra de un cura se convierte en acto de resistencia. El padre Paco Olveira, golpeado por la policía en una de las tantas marchas de los jubilados al Congreso, desnuda con crudeza la hipocresía de un gobierno que protege privilegios mientras castiga necesidades.

Cada miércoles, como un acto de fe cívica en medio del abandono, un puñado de jubilados se reúne frente al Congreso de la Nación para exigir lo obvio: que sus haberes no los condenen a la miseria. Pero en la Argentina de Javier Milei, hasta lo más básico se convierte en transgresión. Protestar por un aumento jubilatorio equivale a enfrentarse con la represión policial, y los bastones, en vez de inspirar respeto, reciben palos.

Ayer fue uno de esos miércoles. Otro más en la seguidilla de indiferencia, violencia institucional y silencio mediático. Sin embargo, esta vez la noticia llegó más lejos porque entre los reprimidos estaba el padre Francisco “Paco” Olveira, referente del Grupo de Curas en la Opción por los Pobres. Un cura comprometido con los que no tienen voz, un tipo que no se esconde detrás de los muros de una parroquia cómoda, sino que va donde duele. Le pegaron. Lo detuvieron. Lo soltaron… porque era cura.

El relato de Paco en diálogo con el periodista Ari Lijalad, en el programa de El Destape, expone una verdad brutal: la represión es sistemática, pero selectiva. Los policías lo reconocieron, y eso fue suficiente para liberarlo. “El cura tiene coronita”, admitieron sin sonrojarse. Pero su compañero, un manifestante que solo intentaba ayudar a una jubilada tirada en el suelo, quedó preso. ¿Cuál fue su delito? ¿No ser conocido? ¿No vestir sotana?

“Yo cometí el delito de resistencia a la autoridad, no él”, dice Paco, con una honestidad demoledora. Y al hacerlo, no solo asume su propia responsabilidad sino que expone el cinismo del sistema represivo. Las fuerzas de seguridad actúan con discrecionalidad, protegiendo apariencias mientras silencian necesidades. “Son policías, pero no son boludos”, le dijo un oficial, dejando entrever que saben perfectamente a quién se llevan y a quién no. Saben cuándo conviene hacerse los duros y cuándo hacerse los distraídos.

En medio de este clima de brutalidad solapada, hay una cifra que retumba como cachetada: el aumento para los jubilados vetado por Milei representaba el 0,4% del PBI. Exactamente lo mismo que el gobierno resignó al bajar el impuesto a los Bienes Personales, un tributo que pagan los sectores más ricos. Así de claro. Milei eligió beneficiar a los millonarios en vez de dignificar a los jubilados. No es una metáfora ni una exageración: es matemática fiscal. Es ideología pura.

El Presidente no solo veta leyes que buscan aliviar a los que menos tienen, sino que lo hace con una soberbia moralizante, acusando de “degenerados fiscales” a quienes intentan garantizar derechos. Exige que se le indique de dónde saldrán los fondos para aumentar jubilaciones, como si no supiera que él mismo se encargó de vaciar una fuente obvia de financiamiento: el impuesto a los ricos. La trampa es burda pero efectiva. Se dice libertario, pero gobierna para una minoría blindada. Se dice austero, pero derrocha cinismo.

“Me encantaría decir que los jubilados son pobres, pero son indigentes”, afirma Lijalad, y la frase corta como navaja. Porque no se trata solo de un problema económico, sino de una definición política. Milei convirtió la indigencia en política de Estado. La jubilación mínima, congelada y miserable, no cubre ni una canasta básica. Los bonos compensatorios, si llegan, son migajas esporádicas que no alcanzan para el alquiler ni los medicamentos. Y mientras tanto, el discurso oficial celebra la motosierra como si fuera símbolo de eficiencia, cuando en realidad es el emblema del saqueo social.

Paco Olveira no se calla. Y su palabra molesta, porque raspa donde arde. Denuncia no solo la represión física, sino la represión moral. El intento sistemático de disciplinar al que protesta, de criminalizar la solidaridad, de invisibilizar al que molesta. “Este gobierno cruel quiere demostrar que no tenemos derecho a salir a la calle”, afirma. Y no es una percepción aislada. Lo dice alguien que estuvo ahí, que sintió el bastón en carne propia y que vio cómo una jubilada era tirada al piso por atreverse a pedir dignidad.

Pero el relato de Paco también es una invitación a no claudicar. No se victimiza. Al contrario, convoca. Propone que el próximo miércoles muchos curas salgan a la calle, vestidos con alba y estola, para acompañar la marcha de los jubilados. Una imagen poderosa, casi bíblica: curas del pueblo rodeando a los marginados, poniendo el cuerpo donde duele, plantándose frente a un poder que no entiende de compasión. Porque, en definitiva, lo que se disputa es eso: la humanidad frente al cálculo frío del Excel.

El caso del padre Elvio Moreno es otro símbolo desgarrador. Un sacerdote de 85 años, con bastón, viajando desde Moreno para estar con los jubilados. Un hombre que dedicó su vida a los chicos judicializados, que construyó hogares y acompañó en silencio. Nadie lo conocía. Nadie lo reconoció. Pero estaba ahí. No buscando cámaras, sino justicia. ¿Cuántos más como él serán golpeados en el anonimato?

La represión que Milei habilita —y promueve con su retórica— no es una desviación del orden, sino parte del programa. Gobernar con miedo, dividir a los que luchan, estigmatizar al que se organiza. Y si alguien rompe el cerco, como Paco, se lo libera para evitar el escándalo. No por justicia, sino por cálculo. Por eso, el gesto de negarse a abandonar a su compañero detenido es tan significativo. Porque devuelve dignidad donde solo hay cinismo.

La entrevista de Ari Lijalad no busca el golpe bajo. Es una conversación honesta, incómoda y profundamente reveladora. Y permite entender que la lucha de los jubilados, lejos de ser un anacronismo, es una línea de resistencia viva. Aunque sean menos cada miércoles, aunque tengan que elegir entre pagar el colectivo o comer, aunque los palos duelan más que las promesas rotas. Están ahí. Y eso incomoda. Porque en su fragilidad hay una verdad insoslayable: este gobierno desprecia a los vulnerables. No por error. Por convicción.

La represión no es un exceso. Es doctrina. El ajuste no es una necesidad. Es un dogma. Y la mentira, como denuncia Paco sin vueltas, es la forma más vil de sostener el poder. Milei no se equivoca. Miente. A sabiendas. A propósito. Por eso, llamarlo “mentiroso descarado” no es un insulto. Es un diagnóstico. Uno que no se cura con marketing ni con influencers.

Y mientras las cámaras enfocan para otro lado, mientras la política especula y las instituciones miran hacia arriba, hay un grupo de viejos tercos que sigue dando vueltas al Congreso, como quien reza un rosario de esperanza. Porque en cada paso, aunque duela, aunque sangre, hay una certeza que ni la represión ni la indiferencia pueden borrar: la dignidad no se entrega.