Renunció la peor Ministra de Seguridad de todos los tiempos
La renuncia de Patricia Bullrich al Ministerio de Seguridad no es un mero trámite administrativo ni un cambio ordinario dentro de un gabinete desgastado. Es, por el contrario, el cierre de una de las gestiones más represivas, controversiales y regresivas en materia de derechos civiles desde la recuperación democrática. Su salida sintetiza el fracaso de un modelo de “orden” que nunca mejoró la seguridad real de la población pero sí multiplicó los episodios de violencia institucional, la criminalización de la protesta y el uso político de las fuerzas policiales como herramienta de disciplinamiento social. Bullrich se despidió con tono celebratorio, agradeciendo la “confianza” del presidente Javier Milei y reivindicando la “doctrina de seguridad y orden” que, según ella, habría devuelto estabilidad al país. Lo que omite es que dicha doctrina dejó como saldo un deterioro profundo de la convivencia democrática, una escalada represiva sin precedentes en tiempos recientes y una serie de hechos que hoy constituyen el fundamento más sólido para afirmar que se trata de la peor ministra de Seguridad de todos los tiempos.
Las imágenes hablan solas. En marzo de 2025, la represión a jubilados frente al Congreso se convirtió en un símbolo del desquicio represivo que su gestión había impuesto como norma. Balas de goma, gases lacrimógenos, camiones hidrantes y detenciones arbitrarias se desplegaron contra adultos mayores que reclamaban por haberes pulverizados por la inflación. La escena recorrió el mundo a través de medios internacionales, como The Guardian, que describió la violencia policial como desmedida, innecesaria y contraria a cualquier estándar democrático. No fue un hecho aislado: docentes, movimientos sociales, sindicatos, trabajadores estatales y periodistas fueron víctimas reiteradas de operativos desproporcionados diseñados para enviar un mensaje claro: en el país de Bullrich, protestar es un delito.
Durante su gestión, la seguridad dejó de ser un campo de políticas públicas para transformarse en un laboratorio de militarización interna. Bullrich impulsó un enfoque basado en el paradigma de “seguridad como guerra”, donde el ciudadano crítico se convertía en enemigo interno. Aumentó el uso de armas letales y no letales, promovió la compra de equipamiento para vigilancia y control social, habilitó las pistolas Taser en entornos urbanos y expandió capacidades de inteligencia que, según organismos como el CELS, atentaban contra la privacidad y las libertades fundamentales. El presupuesto en seguridad creció de manera desproporcionada mientras áreas esenciales como educación, salud y políticas sociales sufrían recortes brutales. Nada expresaba mejor el espíritu de su gestión que la idea —repetida en foros nacionales e internacionales— de que “sin seguridad no hay libertad”. Una frase peligrosa: cuando la seguridad se define desde la represión, la libertad se convierte en un privilegio para unos pocos.
La violencia institucional se disparó. Las denuncias por abusos policiales, detenciones arbitrarias y uso excesivo de la fuerza aumentaron de manera sostenida, según informes de organizaciones de derechos humanos. Lo llamativo es que, pese a esta escalada represiva, los resultados en materia de seguridad ciudadana distaron enormemente de las promesas de campaña. No hubo reducción significativa del delito, tampoco una mejora estructural en las zonas urbanas más afectadas, y en provincias como Córdoba, Chubut o Buenos Aires las estadísticas de robos y homicidios mostraron variaciones erráticas que desmienten cualquier relato triunfalista. La narrativa de “orden recuperado” funcionó como consigna política, pero no como política pública efectiva.
La defensa cerrada del modelo represivo se sostenía en una lógica ideológica que concebía la protesta social como un ataque al Estado y la disidencia política como una amenaza al orden. Bullrich convirtió la represión en un gesto de identidad política, un sello distintivo de su liderazgo. Esto se vio reforzado por su constante enfrentamiento con organismos de derechos humanos, su desprecio explícito hacia sectores movilizados y su obsesión por mostrar autoridad aun a costa de violar estándares internacionales. Bajo su conducción, el Ministerio de Seguridad dejó de proteger a la ciudadanía y pasó a proteger un proyecto político basado en el miedo.
A lo largo de su gestión, los errores, excesos y desviaciones institucionales jamás fueron reconocidos. Por el contrario, se festejaban como demostraciones de firmeza. Pero la acumulación de escándalos, el rechazo social creciente y la imposibilidad de exhibir logros concretos terminaron por corroer su figura incluso dentro del propio oficialismo. Bullrich abandona su cargo para asumir como senadora, pero no se va en un clima de triunfo: se va escapando del peso de su propio legado. Deja atrás una cartera marcada por el desgaste, la conflictividad, la incapacidad de construir consensos, los abusos policiales y la ausencia de políticas integrales para enfrentar los problemas reales del delito.
Lo que hereda Alejandra Monteoliva no es simplemente un ministerio; es un esquema de militarización, una cultura institucional que naturalizó la violencia y una relación rota entre el Estado y sectores enteros de la sociedad civil. La renuncia de Bullrich debería abrir un debate profundo sobre el rumbo de la seguridad en Argentina, porque no hay futuro posible si el Estado persiste en la lógica de la mano dura como respuesta a problemas que son esencialmente sociales, económicos y estructurales.
Renunció la peor ministra de Seguridad de todos los tiempos porque deja un país más asustado, más dividido, más violento y menos democrático. Porque confundió autoridad con autoritarismo. Porque convirtió la fuerza en su primer recurso y no en el último. Porque gobernó con el garrote y no con la ley. Porque prometió orden y dejó caos. Su salida no cierra un capítulo: evidencia la urgencia de cambiar un modelo que fracasó en todo lo que decía defender. El desafío ahora es reconstruir desde cero una política de seguridad democrática, efectiva y respetuosa de los derechos humanos. Sólo entonces será posible dejar atrás la sombra de una gestión que pasará a la historia por todo lo que destruyó y por nada de lo que construyó.
