El cierre de ANDIS: cuando la “irregularidad” se usa como excusa y la discapacidad paga el ajuste
El cierre de la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS) por parte del gobierno de Javier Milei fue presentado como una medida necesaria frente a supuestas irregularidades en el otorgamiento de pensiones por invalidez. Sin embargo, detrás de ese argumento se esconde una decisión política de profundo impacto social, que vuelve a poner a las personas con discapacidad en el centro del ajuste y la incertidumbre.
El ANDIS no era un organismo menor. Funcionaba como el ente rector de las políticas públicas en materia de discapacidad a nivel nacional. Desde allí se coordinaban programas, se articulaban acciones con provincias y municipios, y se gestionaban derechos fundamentales como las pensiones no contributivas, el acceso a prestaciones, la certificación de discapacidad y la implementación de políticas de inclusión. Para miles de personas, el ANDIS no era una estructura burocrática: era la puerta de acceso a derechos básicos para vivir.
Es cierto que el sistema de pensiones requería controles, mejoras y transparencia. Nadie discute que cualquier política pública deba ser auditada. Pero usar la existencia de irregularidades —muchas de ellas históricas y toleradas por distintos gobiernos— como argumento para cerrar un organismo entero, en lugar de fortalecerlo y corregir sus fallas, revela una lógica peligrosa: destruir antes que reparar.
Según lo anunciado oficialmente por el Gobierno Nacional, el ANDIS dejará de existir como organismo descentralizado y sus funciones pasarán a ser absorbidas por el Ministerio de Salud de la Nación, que se hará cargo de las políticas vinculadas a discapacidad. Desde el Ejecutivo sostienen que esta reorganización administrativa no implicará la eliminación de pensiones ni de prestaciones, sino un cambio en la forma de gestión, bajo la órbita directa del ministerio.
Más aún cuando comienzan a emerger denuncias y sospechas que vinculan al propio gobierno actual con maniobras irregulares en el manejo de áreas sensibles del Estado, la narrativa de la “corrupción heredada” pierde fuerza cuando las soluciones propuestas no son institucionales, sino punitivas y regresivas, y cuando el ajuste siempre cae sobre los mismos sectores.
La discapacidad no es un gasto. Es una condición social que requiere políticas públicas activas, presencia estatal y acompañamiento permanente. El cierre del ANDIS implica desarticular una red nacional que nucleaba a personas con discapacidad, familias, organizaciones, profesionales y trabajadores del Estado. Aunque el Gobierno afirme que las funciones continúan dentro del Ministerio de Salud, la desaparición del organismo como ente específico plantea interrogantes sobre la jerarquía real que tendrá la discapacidad dentro de una estructura sanitaria ya sobrecargada.
¿Qué va a pasar ahora con las pensiones? ¿Quién garantizará la continuidad efectiva de las prestaciones? ¿Dónde reclamarán quienes ya enfrentan barreras estructurales para ejercer sus derechos? El riesgo es concreto: más demoras, más burocracia, más exclusión y más personas empujadas a la pobreza y al abandono institucional.
Cuando se desmantela un organismo como el ANDIS, no se “ordena” el Estado: se vacían derechos. Y cuando la discapacidad deja de ser una prioridad explícita, lo que se pone en juego no es una planilla de Excel, sino la dignidad de miles de personas.
Cerrar el ANDIS no es una medida técnica. Es una decisión política. Y como toda decisión política, tiene responsables y consecuencias. La pregunta que queda abierta es si la sociedad está dispuesta a naturalizar que, una vez más, el ajuste se haga sobre los cuerpos y las vidas de quienes más necesitan del Estado.
